Por José Miguel Ferrer Puche,
Presidente de la Asociación Wagneriana de Alicante
Enviado especial a los Festivales de Bayreuth 2012
Richard Wagner terminó el 3 de agosto de 1845 un riguroso esquema para Lohengrin,
cuyo primer boceto completo, fue escrito y terminado en Gross Graupe el
30 de julio de 1846. Nunca comenzó por el acto III como se dijo; solo
fue así cuando se puso a trabajar en profundidad en la obra. Tras un
número de interrupciones puso fin a la partitura en su totalidad el 28
de abril de 1848. Dirigió el final del acto I en un concierto
conmemorativo del trescientos aniversario de la Orquesta de la Corte
Real de Dresde, el 22 de septiembre de ese mismo año. Sin embargo, el estreno de Lohengrin en Weimar por primera vez no se produjo hasta el 28 de agosto de 1850, y fue bajo la batuta de Franz Liszt.
La puesta en escena no gustó y Wagner consideró la idea de un teatro de
festivales construido por él mismo, según su propio diseño, para
conseguir representar sus obras idealmente. Este fue el de Bayreuth.
“Como en un inevitable
continuum del ser,
su existencia traduce
la unión entre lo físico
y lo espiritual bajo los
ropajes de un estado
onírico revelador (…)”
Y así empezó todo, un genio, un teatro de creación a la medida de sus obras, un lugar para dar cobijo a todo esto y, por supuesto, la fuerza y personalidad de sus creaciones y del mismo Wagner; ambas entidades sentimos como cada día se desvanecen más, y no solo en directores de escena, como veremos. He aquí una pequeña muestra de la personalidad de Wagner, el recuerdo de una curiosa anécdota que me gustaría compartir: el 12 de noviembre de 1880, el compositor dirigió el preludio de Parsifal con la orquesta del Hoftheater de Munich para el rey Ludwig, que se acomodaba en el palco real. El rey llegó tarde y solicitó que se repitiera el preludio. Según el pintor Franz Lenbach, quien se hallaba presente, Wagner consideró aquello una profanación, pero terminó desesperándose cuando el rey, a fin de comparar, solicitó que se ejecutara el preludio de Lohengrin. Wagner entregó la batuta a Hermann Levi (el Kapellmeister principal de Munich y más adelante el primero que dirigió Parsifal) y se marchó. Wagner se hacía respetar y era indiferente que fuera delante del rey o en un teatro de segunda. Son valores que hoy, en muchos casos, ya estamos perdiendo; dejándonos llevar por el sistema y por la hipocresía de lo establecido.
Nos encontramos ante la representación de una de las obras más sublimes del compositor: Lohengrin.
Un universo autónomo y abierto, una gran ópera romántica tal y como la
consideró su creador. Su personaje principal, Lohengrin, le establece
una condición a Elsa, su amada: nunca debe preguntarle quién es ni de
dónde viene. Naturalmente, la tentación de saber es superior. De este modo, Wagner el gran romántico, constata la imposibilidad de un amor total.
El símbolo es uno de los protagonistas por antonomasia de la obra de
Richard Wagner. Presente y en permanente fusión dentro de la filosofía
musical wagneriana, el símbolo envuelve conceptos con significados,
creando así un encriptado de verdades eternas entre el hombre y su
metafísica, en abierto vínculo con la inmensidad universal. Así
es como el cisne -esbelta y noble criatura de delicada presencia- se
configura como un doble concepto esclarecedor y presente en la filosofía
musical de Wagner: desde antiguo se le considera el símbolo del
conocimiento superior -la etapa previa a Sophia- por un lado; por otro, es el rostro de la poesía cuyos sonidos mágicos
viajan libremente a través del fragante rocío que perfuma los espacios,
ensalzándolos y elevándolos hacia los sublimes arquetipos de la idea. Como en un inevitable continuum
del ser, su existencia traduce la unión entre lo físico y lo espiritual
bajo los ropajes de un estado onírico revelador, cuya embriaguez no es
otra cosa que la meta largamente anhelada por los Eternos Buscadores de la Sapiencia Griálica: un plano de conciencia superior, expandido, amplio, tan humano como divino.
Hoy, 2 de agosto de 2012, Lohengrin
fue dirigida musicalmente por Andris Nelsons; es una dirección muy
inquieta, vigorosa y enérgica, algo que se agradece después de la
anodina rutina de Schneider en Tristan und Isolde. El
director de escena, Hans Neuenfels, planteó una ridícula producción en
la que la ópera se fija en un laboratorio rodeado de ratones, ratones como metáfora de las masas y de su conducta de aceptación mundana de cualquier oferta, de cualquier utopía
(la del malvado Telramund, la del justo y bondadoso Lohengrin o la aún
desconocida de Gottfried). Unos cuantos roedores (más de 50) de todos
los colores posibles y tamaños, no solo convierten en ruinoso el
espectáculo, sino que andan muy alejados del simbolismo y mitología
representados en el cisne wagneriano. Se escuchan muchos abucheos y algún pequeño alarido; quizás sea por una muy posible musofobia de algún miembro del público. En cualquier caso, también hay gente que apoya el planteamiento de Neuenfels.
Pero
dejemos a un lado lo estrafalario y hablemos del resto de intérpretes,
que no todos desmerecieron, ni mucho menos. El director de coro fue
Eberhard Friedrich, que estuvo colosal; tanto el coro como la orquesta
estuvieron brillantes, así que poco más que decir. Hizo de Lohengrin
Klaus Florian Vogt, que salió indemne. No es mi caballero del
cisne más seductor, pero lo canta de maravilla y, acostumbrados
precisamente como estamos a que el canto wagneriano sea tan mal tratado,
escuchar alguien que lo ejecute de manera correcta resulta casi un
alivio; de Elsa von Brabant tuvimos a una Annette Dasch que
estuvo muy mejorable, insípida, pálida y sin ningún atractivo vocal ni
musical que justifiquen, más allá de su nacionalidad alemana, una
permanencia de tres años en un festival donde he disfrutado de este
papel, con una categoría, a la que la anodina Dasch ni siquiera ha
soñado nunca acercarse. Y este no es un rol donde resulte imposible
encontrar en la actualidad una soprano incluso excelsa, por lo tanto, no
se explica que persistan en su elección.
“Como resumen,
quimera
y decadencia,
apoteosis
y abominación (…)”
El Heinrich der Vogler fue representado por Wilhelm Schwinghammer, que estuvo bien sin pena ni gloria; mientras que el pérfido Friedrich von Telramund, que tomó vida a través de Thomas J. Mayer -el barítono alemán que debuta en Bayreuth, alumno del gran Kurt Moll-, sorprendió de manera muy grata estando perfectamente diabólico en el dúo que inicia el segundo acto al lado de Susan McClean; Susan en su papel de Ortrud puso al límite sus agudos y es que el guion lo exige. Hoy en día, las sopranos hacen grandes creaciones que funcionan bastante bien dramáticamente. Para mí, sin embargo, no mejora a Petra Lang en la versión del año pasado. Samuel Youn como Der Heerrufer des Königs estuvo adecuado pero lejos de ser bueno.
Como resumen, quimera y decadencia, apoteosis y abominación se aúnan
por igual para deleitarnos y transportarnos a la más elevada de las
atmósferas musicales; y, también, para despabilarnos y arrastrarnos por
el paisaje del más híspido y taimado de los inframundos.
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